10.12.15

Volvió

Con los Barberini y sus nepotes, estudiándolos a todos ellos, aprendiendo, y a veces... mi mano te recuerda.
Siento nostalgia de tu oscuridad. El cabrón de Eros, ese puto deseo insatisfecho, hiriente, candente; que me reclama y me esclaviza. Y tú siempre en el horizonte, como una presencia difusa, como una invitación irresistible.
Sé que solo son ilusiones mías. Dudo que aún te interese compartir algo mas allá de estas gilipolleces del facebook con sus fotos y emoticonos ridículos, que tus fantasías y tus deseos estarán colmados y se satisfacen adecuadamente... pero me gusta sentir el cosquilleo eléctrico de barajar la posibilidad de hacerte mía. Y me gusta, me gusta mucho recrearlo con mi miembro en la mano y el panorama oscuro de tu entrepierna. Hay una niebla espesa y lechosa, como una mortaja húmeda y fría, y me gusta hundirme en ella. Porque esos somos en este infantil e idiotizado mundo cibernético, apenas unos contornos difusos y anónimos. 
Mi polla me reclama, sigue en ti, aullando y vibrando entre tus nalgas morenas.


Me quedo un largo rato leyendo y releyendo su mensaje, siento ganas de contestarle que mi coño se humedece al imaginarlo excitado por y para mí, me siento viva después de muchos meses en los cuales creí que mi mar se había secado para siempre, pero mi orgullo me puede más y le contesto:

Con la mayor de los hijos de Taddeo sólo veo dos aspectos con los que me podría identificar: Su nombre y un solo hijo. Así que sigo prefiriendo a la familia Borgia. Eres como la serpiente que le metías por el coño a la clienta de tu cuento, ese me encantó, pero con tu maldita manía de eliminar tus blogs...
En fin, que ahora la única manera que tengo de comunicarme contigo es por aquí, y por una milésima de segundo estuve tentada a pedirte más, pero de momento mejor sigo recordándote, mi César. Un beso muy rojo como la sangre, Ad secula 

Lukrezia Barberini

15.5.14

Mamada Palladiana

Levanta sus crepitantes faldas de seda y ante mí, al fondo de la bamboleante góndola, aparece el coño depilado de mi Cortesana.
Las aguas del canal hacen de espejo turbio y acerado donde los rayos fatigosos del amanecer se diluyen en un rosado impreciso y sucio.
Extraigo mi pene y me concentro en la carnosidad de su vulva.
Frente a nosotros se perfila tenuemente San Giorgio Maggiore.


"Chupa..."
Se acerca gateando sobre la superficie húmeda de la embarcación, con su opulento culo moreno entonando una salve al sol naciente.
Sus labios atrapan mi carne, la traga, la devora y la deglute.
Es la mejor mamadora de Venecia, la Cortesana imposible de pagar. Su chulo espera impaciente en el embarcadero.
Noto su lengua trabajando viscosamente en mi glande, la sensación es resinosa y húmeda.
Atrapo su cabeza asiéndola por el pelo y mis convulsiones anuncian una corrida intensa y copiosa. San Giorgio Maggiore está preciosa... Me corro mientras mis ojos atrapan la estampa de sus muros blancos como lienzos de muerto.
La Cortesana traga, traga con esfuerzo toda la leche que inunda su boca, su garganta, su traquea, incluso su esófago...

Ya no recuerdo más, tan solo el escozor de la hoja de la navaja del chulo rasgando mis costillas. 

25.4.14

Hasta Siempre GABO

Fragmento extraído de la novela "Cien años de Soledad" - Gabriel García Márquez



"Se llamaba Mauricio Babilonia. Había nacido y crecido en Macondo, y era aprendiz de mecánico en los talleres de la compañía bananera. Meme lo había conocido por casualidad, una tarde en que fue con Patricia Brown a buscar el automóvil para dar un paseo por las plantaciones. Como el chófer estaba enfermo, lo encargaron a él de conducirlas, y Meme pudo al fin satisfacer su deseo de sentarse junto al volante para observar de cerca el sistema de manejo. Al contrario del chófer titular, Mauricio Babilonia le hizo una demostración práctica. Eso fue por la época en que Meme empezó a frecuentar la casa del señor Brown, y todavía se consideraba indigno de damas el conducir un automóvil. Así que se conformó con la información teórica y no volvió a ver a Mauricio Babilonia en varios meses. Más tarde había de recordar que durante el paseo le llamó la atención su belleza varonil, salvo la brutalidad de las manos, pero que después había comentado con Patricia Brown la molestia que le produjo su seguridad un poco altanera. El primer sábado en que fue al cine con su padre, volvió a ver a Mauricio Babilonia con su muda de lino, sentado a poca distancia de ellos, y advirtió que él se desinteresaba de la película por volverse a mirarla, no tanto por verla como para que ella notara que la estaba mirando. A Meme le molestó la vulgaridad de aquel sistema. Al final, Mauricio Babilonia se acercó a saludar a Aureliano Segundo, y sólo entonces se enteró Meme de que se conocían, porque él había trabajado en la primitiva planta eléctrica de Aureliano Triste, y trataba a su padre con una actitud de subalterno. Esa comprobación la alivió del disgusto que le causaba su altanería. No se habían visto a solas, ni se habían cruzado una palabra distinta del saludo, la noche en que soñó que él la salvaba de un naufragio y ella no experimentaba un sentimiento de gratitud sino de rabia. Era como haberle dado una oportunidad que él deseaba, siendo que Meme anhelaba lo contrario, no sólo con Mauricio Babilonia, sino con cualquier otro hombre que se interesara en ella. Por eso le indignó tanto que después del sueño, en vez de detestarlo, hubiera experimentado una urgencia irresistible de verlo. La ansiedad se hizo más intensa en el curso de la semana, y el sábado era tan apremiante que tuvo que hacer un grande esfuerzo para que Mauricio Babilonia no notara al saludarla en el cine que se le estaba saliendo el corazón por la boca. Ofuscada por una confusa sensación de placer y rabia, le tendió la mano por primera vez, y sólo entonces Mauricio Babilonia se permitió estrechársela. Meme alcanzó en una fracción de segundo a arrepentirse de su impulso, pero el arrepentimiento se transformó de inmediato en una satisfacción cruel, al comprobar que también la mano de él estaba sudorosa y helada. Esa noche comprendió que no tendría un instante de sosiego mientras no le demostrara a Mauricio Babilonia la vanidad de su aspiración, y pasó la semana revoloteando en torno de esa ansiedad. Recurrió a toda clase de artimañas inútiles para que Patricia Brown la llevara a buscar el automóvil. Por último, se valió del pelirrojo norteamericano que por esa época fue a pasar vacaciones en Macondo, y con el pretexto de conocer los nuevos modelos de automóviles se hizo llevar a los talleres. Desde el momento en que lo vio, Meme dejó de engañarse a sí misma, y comprendió que lo que pasaba en realidad era que no podía soportar los deseos de estar a solas con Mauricio Babilonia, y la indignó la certidumbre de que éste lo había comprendido al verla llegar. 
-Vine a ver los nuevos modelos -dijo Meme. 
-Es un buen pretexto -dijo él. 
Meme se dio cuenta de que se estaba achicharrando en la lumbre de su altivez, y buscó desesperadamente una manera de humillarlo. Pero él no le dio tiempo. «No se asuste -le dijo en voz baja-. No es la primera vez que una mujer se vuelve loca por un hombre.» Se sintió tan desamparada que abandonó el taller sin ver los nuevos modelos, y pasó la noche de extremo a extremo dando vueltas en la cama y llorando de indignación. El pelirrojo norteamericano, que en realidad empezaba a interesarle, le pareció una criatura en pañales. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de las mariposas amarillas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia. Las había visto antes, sobre todo en el taller de mecánica, y había pensado que estaban fascinadas por el olor de la pintura. Alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la penumbra del cine. Pero cuando Mauricio Babilonia empezó a perseguirla, como un espectro que sólo ella identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo que ver con él. Mauricio Babilonia estaba siempre en el público de los conciertos, en el cine, en la misa mayor, y ella no necesitaba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas. Una vez Aureliano Segundo se impacientó tanto con el sofocante aleteo, que ella sintió el impulso de confiarle su secreto, como se lo había prometido, pero el instinto le indicó que esta vez él no iba a reír como de costumbre: «Qué diría tu madre si lo supiera.» Una mañana, mientras podaban las rosas, Fernanda lanzó un grito de espanto e hizo quitar a Meme del lugar en que estaba, y que era el mismo del jardín donde subió a los cielos Remedios, la bella. Había tenido por un instante la impresión de que el milagro iba a repetirse en su hija, porque la había perturbado un repentino aleteo. Eran las mariposas. Meme las vio, como si hubieran nacido de pronto en la luz, y el corazón le dio un vuelco. En ese momento entraba Mauricio Babilonia con un paquete que, según dijo, era un regalo de Patricia Brown. Meme se atragantó el rubor, asimiló la tribulación, y hasta consiguió una sonrisa natural para pedirle el favor de que lo pusiera en el pasamanos porque tenía los dedos sucios de tierra. Lo único que notó Fernanda en el hombre que pocos meses después había de expulsar de la casa sin recordar que lo hubiera visto alguna vez, fue la textura biliosa de su piel. 
-Es un hombre muy raro -dijo Fernanda-. Se le ve en la cara que se va a morir. 
Meme pensó que su madre había quedado impresionada por las mariposas. Cuando acabaron de podar el rosal, se lavó las manos y llevó el paquete al dormitorio para abrirlo. Era una especie de juguete chino, compuesto por cinco cajas concéntricas, y en la última una tarjeta laboriosamente dibujada por alguien que apenas sabía escribir: Nos vemos el sábado en el cine. Meme sintió el estupor tardío de que la caja hubiera estado tanto tiempo en el pasamanos al alcance de la curiosidad de Fernanda, y aunque la halagaba la audacia y el ingenio de Mauricio Babilonia, la conmovió su ingenuidad de esperar que ella le cumpliera la cita. Meme sabía desde entonces que Aureliano Segundo tenía un compromiso el sábado en la noche. Sin embargo, el fuego de la ansiedad la abrasó de tal modo en el curso de la semana, que el sábado convenció a su padre de que la dejara sola en el teatro y volviera por ella al terminar la función. Una mariposa nocturna revoloteó sobre su cabeza mientras las luces estuvieron encendidas. Y entonces ocurrió. Cuando las luces se apagaron, Mauricio Babilonia se sentó a su lado. Meme se sintió chapaleando en un tremedal de zozobra, del cual sólo podía rescatarla, como había ocurrido en el sueño, aquel hombre oloroso a aceite de motor que apenas distinguía en la penumbra. 
-Si no hubiera venido -dijo él-, no me hubiera visto más nunca. 
Meme sintió el peso de su mano en la rodilla, y supo que ambos llegaban en aquel instante al otro lado del desamparo. 
-Lo que me choca de ti -sonrió- es que siempre dices precisamente lo que no se debe. 
Se volvió loca por él. Perdió el sueño y el apetito, y se hundió tan profundamente en la soledad, que hasta su padre se le convirtió en un estorbo. Elaboró un intrincado enredo de compromisos falsos para desorientar a Fernanda, perdió de vista a sus amigas, saltó por encima de los convencionalismos para verse con Mauricio Babilonia a cualquier hora y en cualquier parte. Al principio le molestaba su rudeza. La primera vez que se vieron a solas, en los prados desiertos detrás del taller de mecánica, él la arrastró sin misericordia a un estado animal que la dejó extenuada. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que también aquella era una forma de la ternura, y fue entonces cuando perdió el sosiego, y no vivía sino para él, trastornada por la ansiedad de hundirse en su entorpecedor aliento de aceite refregado con lejía. Poco antes de la muerte de Amaranta tropezó de pronto con un espacio de lucidez dentro de la locura, y tembló ante la incertidumbre del porvenir. Entonces oyó hablar de una mujer que hacía pronósticos de barajas, y fue a visitarla en secreto. Era Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los recónditos motivos de Meme. «Siéntate, -le dijo-. No necesito de barajas para averiguar el porvenir de un Buendía.» Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le reveló que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama. Era el mismo punto de vista de Mauricio Babilonia, pero Meme se resistía a darle crédito, pues en el fondo suponía que estaba inspirado en un mal criterio de menestral. Ella pensaba entonces que el amor de un modo derrotaba al amor de otro modo, porque estaba en la índole de los hombres repudiar el hambre una vez satisfecho el apetito. Pilar Ternera no sólo disipó el error, sino que le ofreció la vieja cama de lienzo donde ella concibió a Arcadio, el abuelo de Meme, y donde concibió después a Aureliano José. Le enseñó además cómo prevenir la concepción indeseable mediante la vaporización de cataplasmas de mostaza, y le dio recetas de bebedizos que en casos de percances hacían expulsar «hasta los remordimientos de conciencia». Aquella entrevista le infundió a Meme el mismo sentimiento de valentía que experimentó la tarde de la borrachera. La muerte de Amaranta, sin embargo, la obligó a aplazar la decisión. Mientras duraron las nueve noches, ella no se apartó un instante de Mauricio Babilonia, que andaba confundido con la muchedumbre que invadió la casa. Vinieron luego el luto prolongado y el encierro obligatorio, y se separaron por un tiempo. Fueron días de tanta agitación interior, de tanta ansiedad irreprimible y tantos anhelos reprimidos, que la primera tarde en que Meme logró salir fue directamente a la casa de Pilar Ternera. Se entregó a Mauricio Babilonia sin resistencia, sin pudor, sin formalismos, y con una vocación tan fluida y una intuición tan sabia, que un hombre más suspicaz que el suyo hubiera podido confundirlas con una acendrada experiencia. Se amaron dos veces por semana durante más de tres meses, protegidos por la complicidad inocente de Aureliano Segundo, que acreditaba sin malicia las coartadas de la hija, sólo por verla liberada de la rigidez de su madre. 
La noche en que Fernanda los sorprendió en el cine, Aureliano Segundo se sintió agobiado por el peso de la conciencia, y visitó a Meme en el dormitorio donde la encerró Fernanda, confiando en que ella se desahogaría con él de las confidencias que le estaba debiendo. Pero Meme lo negó todo. Estaba tan segura de sí misma, tan aferrada a su soledad, que Aureliano Segundo tuvo la impresión de que ya no existía ningún vínculo entre ellos, que la camaradería y la complicidad no eran más que una ilusión del pasado. Pensó hablar con Mauricio Babilonia creyendo que su autoridad de antiguo patrón lo haría desistir de sus propósitos, pero Petra Cotes lo convenció de que aquellos eran asuntos de mujeres, así que quedó flotando en un limbo de indecisión, y apenas sostenido por la esperanza de que el encierro terminara con las tribulaciones de la hija. 
Meme no dio muestra alguna de aflicción. Al contrario, desde el dormitorio contiguo percibió Úrsula el ritmo sosegado de su sueño, la serenidad de sus quehaceres, el orden de sus comidas y la buena salud de su digestión. Lo único que intrigó a Úrsula después de casi dos meses de castigo, fue que Meme no se bañara en la mañana, como lo hacían todos, sino a las siete de la noche. Alguna vez pensó prevenirla contra los alacranes, pero Meme era tan esquiva con ella por la convicción de que la había denunciado, que prefirió no perturbarla con impertinencias de tatarabuela. Las mariposas amarillas invadían la casa desde el atardecer. Todas las noches, al regresar del baño, Meme encontraba a Fernanda desesperada, matando mariposas con la bomba de insecticida. «Esto es una desgracia -decía-. Toda la vida me contaron que las mariposas nocturnas llaman la mala suerte.» Una noche, mientras Meme estaba en el baño, Fernanda entró en su dormitorio por casualidad, y había tantas mariposas que apenas se podía respirar. Agarró cualquier trapo para espantarlas, y el corazón se le heló de pavor al relacionar los baños nocturnos de su hija con las cataplasmas de mostaza que rodaron por el suelo. No esperó un momento oportuno, como lo hizo la primera vez. Al día siguiente invitó a almorzar al nuevo alcalde, que como ella había bajado de los páramos, y le pidió que estableciera una guardia nocturna en el traspatio, porque tenía la impresión de que se estaban robando las gallinas. Esa noche, la guardia derribó a Mauricio Babilonia cuando levantaba las tejas para entrar en el baño donde Meme lo esperaba, desnuda y temblando de amor entre los alacranes y las mariposas, como lo había hecho casi todas las noches de los ciento cinco últimos días. Un proyectil incrustado en la columna vertebral lo redujo a cama por el resto de su vida. Murió de viejo en la soledad, sin un quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado como ladrón de gallinas."


15.4.14

Me derramó sus flores de abril

Salí a dar un paseo sin rumbo fijo para despejarme un poco y porque la mañana estaba radiante. Me senté en una terraza a tomar un café, contemplar el paisaje primaveral con flores por doquier y ver pasar gente, me divierte observar como caminan, oír retazos de charlas que luego completo con mi propio argumento, en síntesis a pasar el tiempo relajada. 

En esas estaba cuando me llamó la atención una pareja que estaba unas cuantas mesas más allá, al sol, (seguro bronceándose pues les hacía falta) y leyendo el periódico, cada uno absorto en las páginas que tenían en las manos. Como siempre me fijé más en él, por supuesto, delgado sin ser flaco, unas hermosas manos con dedos largos y uñas bien cuidadas, cabello castaño claro, piel muy blanca como ya dije y una sonrisa divina motivada por algo que leyó y me derritió de inmediato. Se me olvidó el resto de la gente, me concentré en ellos y empecé con mis elucubraciones de rigor. ¿Serán novios?, ¿amigos?, ¿hermanos? No, como van a ser hermanos, no conozco los primeros que salgan a leer el periódico en una terraza al aire libre y en esas se disiparon mis dudas, ella le habló algo que no entendí y le dio un beso en la boca, ya estaba claro, eran pareja, pero no me importó, seguí embelesada mirándolo hasta que se dio cuenta que lo observaba. Al principio no me prestó atención, pero después de cuando en cuando levantaba su vista del periódico para dirigirla hacia mí, a la segunda vez le sonreí descaradamente y se puso colorado como un tomate, jajajaja me encantó esa aparente timidez. A la quinta vez que volvió a mirarme decidí actuar y corrí mi silla para que me viera de frente, por fortuna me puse falda esa mañana, así que podía hacerle el cambio de luces directamente. 

Él ya no se concentraba en lo que leía, su atención estaba puesta en otra mesa, la mía. Me excitaba el nerviosismo que se le notaba a leguas, haciendo hasta lo imposible por mirarme sin que la mujer se diera cuenta. Me agaché y empecé a subir mi dedo índice lentamente por mi pierna, a él se le hacía agua la boca, al llegar a mi rodilla lo introduje por la cara interna de mis muslos y volví a sonreírle; su mujer volvió a hablarle y yo pedí un jugo de fresa. Siguieron leyendo y yo observándolos hasta que nuevamente se fijó en mis piernas cruzadas y en mi gesto insinuante, así que descrucé las piernas y las fui abriendo lentamente, saqué un cubo de hielo del vaso y lo empecé a deslizar por mis muslos, él ya no podía disimular y para nuestra fortuna su mujer se levantó de la mesa, al quedarse solo se descaró y me hizo gestos para que le abriera más las piernas; cuando se percató que no llevaba ropa interior, noté como su mano volaba hasta su polla que empezaba a crecer vertiginosamente. El frío del hielo y su tremenda erección provocaron que se desbordara mi mar, me chupé los dedos mirándolo fijamente mientras él metía su mano dentro del pantalón, imaginé el calor y la dureza de su polla y metí mis dedos en mi coño empapado, se deslizaron con suavidad haciéndome estremecer, él seguía mirándome y frotando su polla, yo no vi nada más, perdí el sentido cuando llegué al orgasmo. 

Al recuperarme ella se dirigía hacia su coche y él pedía la cuenta, llegó una vendedora de flores y le compró un ramo, al pasar junto a mí las dejó sobre la mesa y me dijo en un susurro: -Te espero aquí el próximo domingo a la misma hora, vendré solo.-