Fragmento extraído de la novela "Cien años de Soledad" - Gabriel García Márquez
"Se llamaba Mauricio Babilonia. Había nacido y crecido en Macondo, y era aprendiz de mecánico
en los talleres de la compañía bananera. Meme lo había conocido por casualidad, una tarde en
que fue con Patricia Brown a buscar el automóvil para dar un paseo por las plantaciones. Como el
chófer estaba enfermo, lo encargaron a él de conducirlas, y Meme pudo al fin satisfacer su deseo
de sentarse junto al volante para observar de cerca el sistema de manejo. Al contrario del chófer
titular, Mauricio Babilonia le hizo una demostración práctica. Eso fue por la época en que Meme
empezó a frecuentar la casa del señor Brown, y todavía se consideraba indigno de damas el
conducir un automóvil. Así que se conformó con la información teórica y no volvió a ver a
Mauricio Babilonia en varios meses. Más tarde había de recordar que durante el paseo le llamó la
atención su belleza varonil, salvo la brutalidad de las manos, pero que después había comentado
con Patricia Brown la molestia que le produjo su seguridad un poco altanera. El primer sábado en
que fue al cine con su padre, volvió a ver a Mauricio Babilonia con su muda de lino, sentado a
poca distancia de ellos, y advirtió que él se desinteresaba de la película por volverse a mirarla, no
tanto por verla como para que ella notara que la estaba mirando. A Meme le molestó la
vulgaridad de aquel sistema. Al final, Mauricio Babilonia se acercó a saludar a Aureliano Segundo,
y sólo entonces se enteró Meme de que se conocían, porque él había trabajado en la primitiva
planta eléctrica de Aureliano Triste, y trataba a su padre con una actitud de subalterno. Esa
comprobación la alivió del disgusto que le causaba su altanería. No se habían visto a solas, ni se
habían cruzado una palabra distinta del saludo, la noche en que soñó que él la salvaba de un
naufragio y ella no experimentaba un sentimiento de gratitud sino de rabia. Era como haberle
dado una oportunidad que él deseaba, siendo que Meme anhelaba lo contrario, no sólo con
Mauricio Babilonia, sino con cualquier otro hombre que se interesara en ella. Por eso le indignó
tanto que después del sueño, en vez de detestarlo, hubiera experimentado una urgencia
irresistible de verlo. La ansiedad se hizo más intensa en el curso de la semana, y el sábado era
tan apremiante que tuvo que hacer un grande esfuerzo para que Mauricio Babilonia no notara al
saludarla en el cine que se le estaba saliendo el corazón por la boca. Ofuscada por una confusa
sensación de placer y rabia, le tendió la mano por primera vez, y sólo entonces Mauricio Babilonia
se permitió estrechársela. Meme alcanzó en una fracción de segundo a arrepentirse de su
impulso, pero el arrepentimiento se transformó de inmediato en una satisfacción cruel, al comprobar
que también la mano de él estaba sudorosa y helada. Esa noche comprendió que no
tendría un instante de sosiego mientras no le demostrara a Mauricio Babilonia la vanidad de su
aspiración, y pasó la semana revoloteando en torno de esa ansiedad. Recurrió a toda clase de
artimañas inútiles para que Patricia Brown la llevara a buscar el automóvil. Por último, se valió
del pelirrojo norteamericano que por esa época fue a pasar vacaciones en Macondo, y con el
pretexto de conocer los nuevos modelos de automóviles se hizo llevar a los talleres. Desde el
momento en que lo vio, Meme dejó de engañarse a sí misma, y comprendió que lo que pasaba en
realidad era que no podía soportar los deseos de estar a solas con Mauricio Babilonia, y la indignó
la certidumbre de que éste lo había comprendido al verla llegar.
-Vine a ver los nuevos modelos -dijo Meme.
-Es un buen pretexto -dijo él.
Meme se dio cuenta de que se estaba achicharrando en la lumbre de su altivez, y buscó
desesperadamente una manera de humillarlo. Pero él no le dio tiempo. «No se asuste -le dijo en
voz baja-. No es la primera vez que una mujer se vuelve loca por un hombre.» Se sintió tan
desamparada que abandonó el taller sin ver los nuevos modelos, y pasó la noche de extremo a
extremo dando vueltas en la cama y llorando de indignación. El pelirrojo norteamericano, que en
realidad empezaba a interesarle, le pareció una criatura en pañales. Fue entonces cuando cayó en
la cuenta de las mariposas amarillas que precedían las apariciones de Mauricio Babilonia. Las
había visto antes, sobre todo en el taller de mecánica, y había pensado que estaban fascinadas
por el olor de la pintura. Alguna vez las había sentido revoloteando sobre su cabeza en la
penumbra del cine. Pero cuando Mauricio Babilonia empezó a perseguirla, como un espectro que
sólo ella identificaba en la multitud, comprendió que las mariposas amarillas tenían algo que ver
con él. Mauricio Babilonia estaba siempre en el público de los conciertos, en el cine, en la misa
mayor, y ella no necesitaba verlo para descubrirlo, porque se lo indicaban las mariposas. Una vez
Aureliano Segundo se impacientó tanto con el sofocante aleteo, que ella sintió el impulso de
confiarle su secreto, como se lo había prometido, pero el instinto le indicó que esta vez él no iba a
reír como de costumbre: «Qué diría tu madre si lo supiera.» Una mañana, mientras podaban las
rosas, Fernanda lanzó un grito de espanto e hizo quitar a Meme del lugar en que estaba, y que
era el mismo del jardín donde subió a los cielos Remedios, la bella. Había tenido por un instante
la impresión de que el milagro iba a repetirse en su hija, porque la había perturbado un repentino
aleteo. Eran las mariposas. Meme las vio, como si hubieran nacido de pronto en la luz, y el
corazón le dio un vuelco. En ese momento entraba Mauricio Babilonia con un paquete que, según
dijo, era un regalo de Patricia Brown. Meme se atragantó el rubor, asimiló la tribulación, y hasta
consiguió una sonrisa natural para pedirle el favor de que lo pusiera en el pasamanos porque
tenía los dedos sucios de tierra. Lo único que notó Fernanda en el hombre que pocos meses
después había de expulsar de la casa sin recordar que lo hubiera visto alguna vez, fue la textura
biliosa de su piel.
-Es un hombre muy raro -dijo Fernanda-. Se le ve en la cara que se va a morir.
Meme pensó que su madre había quedado impresionada por las mariposas. Cuando acabaron
de podar el rosal, se lavó las manos y llevó el paquete al dormitorio para abrirlo. Era una especie
de juguete chino, compuesto por cinco cajas concéntricas, y en la última una tarjeta
laboriosamente dibujada por alguien que apenas sabía escribir: Nos vemos el sábado en el cine.
Meme sintió el estupor tardío de que la caja hubiera estado tanto tiempo en el pasamanos al
alcance de la curiosidad de Fernanda, y aunque la halagaba la audacia y el ingenio de Mauricio
Babilonia, la conmovió su ingenuidad de esperar que ella le cumpliera la cita. Meme sabía desde
entonces que Aureliano Segundo tenía un compromiso el sábado en la noche. Sin embargo, el
fuego de la ansiedad la abrasó de tal modo en el curso de la semana, que el sábado convenció a
su padre de que la dejara sola en el teatro y volviera por ella al terminar la función. Una mariposa
nocturna revoloteó sobre su cabeza mientras las luces estuvieron encendidas. Y entonces ocurrió.
Cuando las luces se apagaron, Mauricio Babilonia se sentó a su lado. Meme se sintió chapaleando
en un tremedal de zozobra, del cual sólo podía rescatarla, como había ocurrido en el sueño, aquel
hombre oloroso a aceite de motor que apenas distinguía en la penumbra.
-Si no hubiera venido -dijo él-, no me hubiera visto más nunca.
Meme sintió el peso de su mano en la rodilla, y supo que ambos llegaban en aquel instante al
otro lado del desamparo.
-Lo que me choca de ti -sonrió- es que siempre dices precisamente lo que no se debe.
Se volvió loca por él. Perdió el sueño y el apetito, y se hundió tan profundamente en la
soledad, que hasta su padre se le convirtió en un estorbo. Elaboró un intrincado enredo de compromisos
falsos para desorientar a Fernanda, perdió de vista a sus amigas, saltó por encima de
los convencionalismos para verse con Mauricio Babilonia a cualquier hora y en cualquier parte. Al
principio le molestaba su rudeza. La primera vez que se vieron a solas, en los prados desiertos
detrás del taller de mecánica, él la arrastró sin misericordia a un estado animal que la dejó
extenuada. Tardó algún tiempo en darse cuenta de que también aquella era una forma de la
ternura, y fue entonces cuando perdió el sosiego, y no vivía sino para él, trastornada por la
ansiedad de hundirse en su entorpecedor aliento de aceite refregado con lejía. Poco antes de la
muerte de Amaranta tropezó de pronto con un espacio de lucidez dentro de la locura, y
tembló ante la incertidumbre del porvenir. Entonces oyó hablar de una mujer que hacía pronósticos de
barajas, y fue a visitarla en secreto. Era Pilar Ternera. Desde que ésta la vio entrar, conoció los
recónditos motivos de Meme. «Siéntate, -le dijo-. No necesito de barajas para averiguar el
porvenir de un Buendía.» Meme ignoraba, y lo ignoró siempre, que aquella pitonisa centenaria
era su bisabuela. Tampoco lo hubiera creído después del agresivo realismo con que ella le reveló
que la ansiedad del enamoramiento no encontraba reposo sino en la cama. Era el mismo punto
de vista de Mauricio Babilonia, pero Meme se resistía a darle crédito, pues en el fondo suponía
que estaba inspirado en un mal criterio de menestral. Ella pensaba entonces que el amor de un
modo derrotaba al amor de otro modo, porque estaba en la índole de los hombres repudiar el
hambre una vez satisfecho el apetito. Pilar Ternera no sólo disipó el error, sino que le ofreció la
vieja cama de lienzo donde ella concibió a Arcadio, el abuelo de Meme, y donde concibió después
a Aureliano José. Le enseñó además cómo prevenir la concepción indeseable mediante la
vaporización de cataplasmas de mostaza, y le dio recetas de bebedizos que en casos de
percances hacían expulsar «hasta los remordimientos de conciencia». Aquella entrevista le
infundió a Meme el mismo sentimiento de valentía que experimentó la tarde de la borrachera. La
muerte de Amaranta, sin embargo, la obligó a aplazar la decisión. Mientras duraron las nueve
noches, ella no se apartó un instante de Mauricio Babilonia, que andaba confundido con la
muchedumbre que invadió la casa. Vinieron luego el luto prolongado y el encierro obligatorio, y
se separaron por un tiempo. Fueron días de tanta agitación interior, de tanta ansiedad
irreprimible y tantos anhelos reprimidos, que la primera tarde en que Meme logró salir fue
directamente a la casa de Pilar Ternera. Se entregó a Mauricio Babilonia sin resistencia, sin pudor,
sin formalismos, y con una vocación tan fluida y una intuición tan sabia, que un hombre más
suspicaz que el suyo hubiera podido confundirlas con una acendrada experiencia. Se amaron dos
veces por semana durante más de tres meses, protegidos por la complicidad inocente de
Aureliano Segundo, que acreditaba sin malicia las coartadas de la hija, sólo por verla liberada de
la rigidez de su madre.
La noche en que Fernanda los sorprendió en el cine, Aureliano Segundo se sintió agobiado por
el peso de la conciencia, y visitó a Meme en el dormitorio donde la encerró Fernanda, confiando
en que ella se desahogaría con él de las confidencias que le estaba debiendo. Pero Meme lo negó
todo. Estaba tan segura de sí misma, tan aferrada a su soledad, que Aureliano Segundo tuvo la
impresión de que ya no existía ningún vínculo entre ellos, que la camaradería y la complicidad no
eran más que una ilusión del pasado. Pensó hablar con Mauricio Babilonia creyendo que su
autoridad de antiguo patrón lo haría desistir de sus propósitos, pero Petra Cotes lo convenció de
que aquellos eran asuntos de mujeres, así que quedó flotando en un limbo de indecisión, y
apenas sostenido por la esperanza de que el encierro terminara con las tribulaciones de la hija.
Meme no dio muestra alguna de aflicción. Al contrario, desde el dormitorio contiguo percibió
Úrsula el ritmo sosegado de su sueño, la serenidad de sus quehaceres, el orden de sus comidas y
la buena salud de su digestión. Lo único que intrigó a Úrsula después de casi dos meses de
castigo, fue que Meme no se bañara en la mañana, como lo hacían todos, sino a las siete de la
noche. Alguna vez pensó prevenirla contra los alacranes, pero Meme era tan esquiva con ella por
la convicción de que la había denunciado, que prefirió no perturbarla con impertinencias de
tatarabuela. Las mariposas amarillas invadían la casa desde el atardecer. Todas las noches, al
regresar del baño, Meme encontraba a Fernanda desesperada, matando mariposas con la bomba
de insecticida. «Esto es una desgracia -decía-. Toda la vida me contaron que las mariposas
nocturnas llaman la mala suerte.» Una noche, mientras Meme estaba en el baño, Fernanda entró
en su dormitorio por casualidad, y había tantas mariposas que apenas se podía respirar. Agarró
cualquier trapo para espantarlas, y el corazón se le heló de pavor al relacionar los baños
nocturnos de su hija con las cataplasmas de mostaza que rodaron por el suelo. No esperó un
momento oportuno, como lo hizo la primera vez. Al día siguiente invitó a almorzar al nuevo
alcalde, que como ella había bajado de los páramos, y le pidió que estableciera una guardia
nocturna en el traspatio, porque tenía la impresión de que se estaban robando las gallinas. Esa
noche, la guardia derribó a Mauricio Babilonia cuando levantaba las tejas para entrar en el baño
donde Meme lo esperaba, desnuda y temblando de amor entre los alacranes y las mariposas,
como lo había hecho casi todas las noches de los ciento cinco últimos días. Un proyectil incrustado en la
columna vertebral lo redujo a cama por el resto de su vida. Murió de viejo en la soledad, sin un
quejido, sin una protesta, sin una sola tentativa de infidencia, atormentado por los recuerdos y
por las mariposas amarillas que no le concedieron un instante de paz, y públicamente repudiado
como ladrón de gallinas."